Noviembre: mes de las ánimas


Un entierro en Cartago en 1839. Ilustración de José María Figueroa. ANCR, Álbum de Figueroa, Tomo 1, Folio 1-014-v. En: Álbum de Figueroa 


Ya tenía bastante nuestro pueblo de antaño con las costumbres funerarias en boga que ponían los pelos de punta. Bien es cierto que a las gentes no les afectaba la muerte de un niño, porque al fin y al cabo "ángeles quiere el cielo". Por eso la muerte de un menor, era motivo para un velorio alegre con música y baile. No ocurría lo propio con los mayores que se largaban al otro barrio. Entonces la muerte ponía una nota de espanto. Como si no fuera algo muy natural envejecer y ver doblarse el cuerpo en busca del regazo de la madre tierra.

Pero es que las almas en pena de los mayores solían fastidiar de tanto en tanto y nunca se supo que el alma de un niño tuviera cuentas pendientes, para cuya cancelación necesitara de la ayuda de los seres que dejara en la tierra.

La muerte causaba no pocos temores y zozobras, porque la fantasía popular solía dar rienda suelta a la loca de la casa y tejía historias de espantos y aparecidos, hermanos y botijas las cuales se repetían en las veladas caseras, cuando las sombras de la noche y la caída de la lluvia torrencial, obligaban a buscar refugio al amor de la lumbre.

Los cadáveres de los niños se conducían por la vía pública, sentados en un taburete, expuestos a la contemplación de los transeúntes. Cuando las mandíbulas tendían a guiñar una mueca, se sujetaban con un pañuelo, pero eso no podía suprimir el gesto siempre tétrico que deja la muerte, especialmente cuando la ha precedido una larga y penosa enfermedad. Cerrando el cortejo, era costumbre que una murga ejecutara algún son. Un violín y un clarinete, por lo menos. Si se trataba del entierro de una persona mayor, el cuerpo iba expuesto, también, a la vista del público. Los familiares se proveían de garrafones de aguardiente para repartir en la puerta del cementerio a todos los acompañantes.

Claro, como la gente había tomado desde la noche anterior, solían registrarse algunas escenas macabras. Si el muerto dejaba fortuna, a más del funeral de rango, había reparto de velas de esperma (cera) que debían dejarse arder hasta consumirse, porque eran de las ánimas. Los "angelitos" solo tenían derecho, si había medios suficientes, a un largo repique de campanas...

Si esos desfiles mortuorios ponían la piel como carne de gallina, el mes de noviembre tenía un mayor sentido lúgubre. Desde la víspera, el día de Todos los Santos, solían oírse los dobles funerarios que se repetían al principio de la noche y el propio Día de Difuntos, el dos, los dobles eran continuados. Había elementos especializados en eso de tañer las campanas. Generalmente individuos inválidos para otros trabajos, servían de sacristanes y atendían como recargo el puesto de campaneros.

No he olvidado la figura de Policarpo Padilla, el mejor repicador de campanas de mi pueblo. Tenía las piernas quebradas en varias partes y para sostenerse en pie, se servía de un bordón de escasa altura. Pero con todo, subía las gradas del campanario, cuyo piso alto era punto dominante del vallecito. Allí se sentía el hombre de más alta posición. Empero, ¡la altura no lo mareaba! Después de la obligación matinal, solía ejercer su antiguo oficio de sastre. La familiaridad pueblerina le distinguía con el nombre de "Capo, el campanero". Hombre servicial; de gran honradez y pobreza extrema que sobrellevaba con la misma natural —al fin prueba de Dios—, tolerancia con que aceptaba sus defectos físicos.

"Capo" era el otorgador de gracias, en vísperas del mes de Animas. Había que doblar la noche de Todos los Santos y el propio dos de noviembre. Los brazos se cansaban de tirar de los pesados badajos y se desempeñaba la tarea por turnos. Lo importante era ser seleccionado para doblar.

Era que las gentes que vivían pendientes de las benditas ánimas del purgatorio, una devoción como cualquiera otra—, contribuían con ollas de merienda, elote, plátanos maduros, chayotes o tacacos cocidos, que se distribuían, junto con la taza de café, en el curso de la jornada. Solo los que trabajaban tenían derecho a saborear ese regalo. Para merecerlo, más de un niño abandonaba su pereza habitual y se convertía ocasionalmente en repicador de campanas. Alguna vez debió ocurrir que eran muchos los aspirantes a campaneros y pocos los canastos con merienda, y pudo ser realidad el viejo refrán: "Muchas las ánimas y poca el agua bendita".

Un día, la curiosidad infantil nos llevó a inquirir del campanero:

— ¿Cuál es el puesto más alto en la villa?

— El mío, respondió con aire de satisfacción, que nos hizo comprender desde entonces el placer muy íntimo de saberse responsable de un oficio, para ejercitarlo con cariño, con satisfacción.

No hay oficios humildes. A todos los ennoblece el sentido de responsabilidad de quien los sirve. Noviembre es el mes de las ánimas. Un siglo atrás era costumbre sacar ánimas del purgatorio. No bastaba con los festines de los novenarios, ni con las velas que se repetían en los funerales de cuerpo presente, y que debían quemarse en sufragio del alma por cuya intención se distribuían; ni siquiera llenaba toda la aspiración la sarta de misas gregorianas que dejaban ordenadas y pagadas en sus mandas los testadores de buena fortuna. Quedaba, como resabio colonial, la tarea de sacar ánimas del purgatorio.

Sencilla la forma; pero asaz impresionante. Consistía en un desfile nocturno, portando un farolón colocado sobre una vara. Cada lado del farol representaba calaveras y fémures. Presidía el desfile, como en los viáticos solemnes, la campanilla de sonido persistente. Cuando se tenía a la mano un cuadro del purgatorio —algo así como una visión dantesca—, se agregaba. Las caras de los atormentados por el fuego eterno, eran entonces más sombrías.

"Una limosnita para las ánimas del santo purgatorio, por el amor de Dios" musitaban unas voces cavernosas que parecían salidas de ultratumba.

Y las gentes que ya habían percibido el tintineo de la campanilla, atracaban las puertas y ventanas de sus casas y se disponían a ver el desfile de reojo. A los niños nerviosos, ni se les permitía asomar las caras por los flecos de los visillos que restaban visibilidad a las vidrieras. Eso sí, la mano caritativa se estiraba medrosamente para entregar una moneda. Al fin y al cabo, todos hemos de tener alguna alma en pena por la cual abogar. Y es que si había negativa a contribuir para sacar almas del purgatorio, saltaba la amenaza:


Ángeles somos,

del cielo venimos,

limosna pedimos,

y si no nos dan,

puertas y ventanas,

nos la pagarán.

Cuando se recibía la limosna, había otra estrofa destinada a agradecerla:

Esta limosna que has dado

con amor y con anhelo,

será la primera escala

para que subas al cielo.


Conforme avanzaba la noche, el desfile cobraba más lúgubre aspecto. Los grandes mechones con que se solía iluminar el camino elevaban hasta muy alto sus columnas de humo. El sereno se agregaba al desfile, seguro de cumplir mejor su obligación de asegurar la paz al vecindario. Porque cuando una nueva negativa a dar limosna era manifiesta, también salía a relucir la amenaza:


¿De qué les sirve, señores,

tanta pompa y hermosura,

si todo lo han de dejar

al pie de la sepultura?


Algunos de los que formaban la comparsa funeraria, solían llevar huesos de animales y de tanto en tanto los mostraban, golpeando uno contra otro, para impresionar más. En Guanacaste se frotan dos quijadas de buey, para formar el crac-crac, que dio origen al instrumento rústico bajo la denominación de la carraca.

Si la amenaza no tenía mayor repercusión, se recurría a otro expediente: el de despertar la compasión pública:


Desde que morí yo sufro

descansando y olvidada.

Tan solo una limosnita,

me evitará ser quemada


Los tiempos son otros. Ya no se estimula el horror a la muerte. Hasta los cementerios se han modernizado y cobran aspectos de jardines de estilo inglés. Los animan los bosquecillos y las copillas y hasta el gorjeo de los pájaros canoros, cuando no el eco de las dulces melodías orquestales.

Los cementerios no provocan impresiones dolorosas. Son las ciudades tranquilas donde duermen los que se adelantaron en el viaje sin retorno. Las gruesas losas de concreto no permiten la salida de los fuegos fatuos que hacían pensar en las almas en pena, apelando a la misericordia humana con su ruego:


Que Dios nos saque de penas,

y nos lleve a descansar.


La vida y la muerte se hermanan amablemente. Como el dolor y la alegría forman la vida misma. Así, a noviembre, el mes del recuerdo y del dolor, sigue diciembre, el mes de los villancicos y de los aleluyas. Quien concibió el plan del almanaque, seguramente tuvo en mente que la vida y la muerte se completan. A una y otra, hay luz que las ilumine y sentido que las dignifique. Se vive para morir y acaso algún día no lejano, nos convenceremos de que se muere para vivir la vida eterna.

Álbum de Granados.

Tomo III; p. 127


Fuente:

Zeledón-Cartín, E. (2014). Imágenes costarricenses: crónicas de Francisco María Núñez, José J. Sánchez Sánchez, José Antonio Zavaleta, 2 ed., pp. 46-50. San José, Costa Rica: EUCR. Imágenes costarricenses 


Comments

Popular posts from this blog

El escudo de armas original de la ciudad de Cartago

La dama de negro y la dama de blanco del Cementerio Obrero

Una leyenda, y algunas creencias antiguas del valle de Orosi