LOS GATOS DE SATANÁS
El 24 de diciembre de 1976, reventó una bomba atómica en un atolón.
La prueba nuclear motivó las más airadas protestas de los ecologistas, en tanto que el alto mando las recibió mientras tomaba el té.
Monseñor... el comportamiento del padre Alberti se me hace sospechoso. Sugiero que lo sometamos a investigación sin que se dé cuenta.
Monseñor apoyó los codos en la mesa y dejó que su barbilla descansara sobre sus dedos entrelazados. Luego miró al padre Ortiz con ojos de bulldog viejo y le dijo:
— Me parece que no debemos juzgar sin pruebas... Le encargo que investigue. Por favor, tráigame el expediente de las profanaciones en la parroquia del padre Alberti y pongámonos en camino. La misa será dentro de quince minutos.
El padre Ortiz abandonó la sala y dentro de su mente brilló un destello de preocupación y desasosiego, el mismo que lo había turbado años atrás cuando lo del exorcismo del joven N.N... ritual que le había costado el ojo derecho de su cara y el movimiento de su mano izquierda.
* * *
Bernardo Aguilera había nacido fruto de un embarazo no deseado. Aquel chiquillo no paraba de llorar y parecía que no necesitaba dormir. La boquita desdentada era una mueca perenne, y su enfermizo cuerpecillo se agitaba en espasmos que semejaban los de un corazón en un pecho abierto ante un invisible cirujano.
Después, su abuela se hizo cargo de él, y lo comenzó a curar con un medicamento que decía era secreto y que al principio le gustó pero después llegó a aborrecer. Empezó a crecer y se hizo un niño lindo y fuerte, con una personalidad un tanto retraída pero extrañamente contemplativa. Su abuela decía que así tenía que ser, pues el niño estaba bajo un signo, una señal de algo desconocido por los demás y que lo tenía destinado para un gran sacrificio en el momento en que "El Señor" bajara sobre las naciones de la Tierra para sumirlas en el fuego primero y en las tinieblas después.
Después creció e ingresó en la escuela. Ahí siguió el suplicio de su vida. No era tonto, más bien era brillante. Pero a los ojos de la maestra era una criatura a la que había que martirizar. Y lo hizo de buena gana. Aquella maldita bruja lo injuriaba y calumniaba, y hasta llegó a pellizcarlo. Pero después de la tormenta, invariablemente le hacía alguna caricia y lo llevaba al comedor de maestros donde le daba un panecillo y una tacita de algo a lo que ella llamaba té, pero que a Bernardo le recordaba el olor de los hongos que crecen en los troncos podridos.
— No te resientas conmigo, Bernardito. Mira que si no hubiesen maestros, no habría educación. Y tú eres muy especial, pero debo curtirte bien. Esa es mi misión. Pero, ¿es que no te gusta el té? Es algo especial. Me lo traen de Oriente Medio, ¿sabes? Es una bebida que purifica. Suele usarse para purificar a los elegidos. Sobre todo a quienes nacen bajo un signo especial.
Bernardo sintió una ligera sacudida en su espinazo. De pronto parecía que la maestra era como su abuela, y recordó el remedio que ésta le daba cuando vivía con ella. Sólo su madre no le daba aquel brebaje, pero él sentía que era aborrecido por ella, como si fuera objeto de un secreto horror inconfesable.
La alegría de la juventud trajo a Bernardo la perfumada despreocupación de quien sólo piensa en los sueños más hermosos. Se convirtió en un joven apuesto y con suerte. Más de una vez se sintió acosado por las muchachas y a veces parecía que iba a ser joven por siempre, pues a más de una despreció porque prefería la soledad y perseguía un ideal femenino, como si en este campo existieran ideales.
La noche de graduación se hizo una fiesta increíble, y ahí estaba Bernardo con sus camaradas. Elegantemente vestidos y perfumados, observaban a las muchachas y saboreaban sus copas repletas de rojo vino.
De pronto Bernardo sintió un escalofrío cuando, desde una mesa distante, una señora le hacía señas con su enguantada mano y le sonreía.
Disculpóse con sus amigos y se dirigió allá. Silvaba nervioso. No había duda, era su antigua y odiada maestra, la bruja del brebaje, la de uñas largas y afiladas.
La música se hizo más sonora y las parejas bailaban gozosas, cuando él se inclinó para saludar a la señora.
— Hola, señorita... ¿Cómo está usted?
— ¡Bernardito, hijo mío, qué alegría de verte! Ven, siéntate aquí conmigo.
Conversaron largos minutos hasta que apareció, de entre la multitud que danzaba, aquel ángel.
Fueron presentados, y, desde ese momento, Bernardo no prestó más atención a nada que no fuera Mabel. Hasta se le hizo simpática doña Marielos, esa maestra pensionada que de pronto le había presentado su razón de vivir en persona.
Bailó con Mabel una o dos piezas, luego regresaron a la mesa y disfrutaron de la fiesta. A Bernardo no le repugnó esta vez cuando descubrió que doña Marielos bebía su famoso té, pero cuando le ofreció una taza a él, sintió náuseas y la bebió por insistencia y por quedar bien con Mabel quien, aparentemente, era buena amiga de aquélla.
Pronto la relación se formalizó, y el matrimonio no se hizo esperar.
Los jóvenes alquilaron un apartamento en un bonito edificio y gozaron de la felicidad de los primeros años de casados, hasta que las constantes visitas de doña Marielos -siempre acompañada de su mugroso té-, se hicieron intolerables. Últimamente venía con la vecina del apartamento contiguo, un vejestorio con cara de rata que siempre estaba quemando incienso y rezando en una interminable salmodia que, junto con el humillo rancio, se filtraba no se sabe por dónde e inundaba el cuartillo destinado al bebé que se había negado a venir, víctima de una esterilidad que había comenzado a quebrantar al desesperanzado matrimonio.
Doña Marielos se las ingeniaba para llegar en los momentos más inoportunos y no cesaba de hablar de su añejo viaje a Oriente Medio, con datos propios de una cronología que ya debía de estar en los libros de historia caducos y mohosos, de alguna bodega maloliente y llena de cucarachas.
Bernardo no sabía por qué siempre acababa bebiendo el maldito té para echar a tan desagradables visitas de una vez por todas, y siempre se prometía que la próxima vez no ahorraría esfuerzos
Hasta que lo hizo.
Sumamente ofendida, su antiquísima maestra se fue y no regresó más... Pero la bruja de al lado se hizo más metida que un remordimiento y, cosa curiosa: ¿que Mabel se resfriaba?, entonces té ¿Que una torcedura?, más té... ¿Que quería un bebé?, té para él y para su esposa.
Hasta que decidieron mudarse de apartamento.
— ¡Oh, Bernardo!... Una casita en el campo, lejos de estas viejas putas que ya me tienen con la coronilla reventada—.
— Mi amor: no digamos nada a nadie hasta que vengan a tocar la puerta y descubran que no hay nadie en casa.
— Oye, ya empezó la rezadera y la hediondez. Me gustaría saber qué dicen esas oraciones que sólo llegan como un murmullo maldito, como si fueran voces de almas en pena—.
— Te aseguro que esa rata de excusado podrá rezar toda su vida si le da la gana, pero estoy convencido de que es bruja. Mira si no, por qué no nos va tan bien como quisiéramos. Creo que esos rezos son conjuros macabros para jodernos. Pero hagámonos los despistados hasta que nos vayamos. Mañana iré a consultar respecto de una casita que venden allá por Heredia y ya verás cuando tengas tu propio jardín y nada de paredes de por medio—.
Hicieron el amor como si fueran unos condenados a morir en su noche de bodas y, por vez primera en muchos meses, tuvieron dulces sueños.
Bernardo llegó retrasado a su trabajo, pero se sentía feliz, como feliz iba Mabel cuando salió del departamento hacia el supermercado. Pero no más hubo puesto sus pies en el corredor cuando se topó con su vecina. Fingió que no la había visto pero la vocecilla gangosa de doña Delfina la detuvo.
— Hola Mabelita... La veo muy contenta hoy—.
— Sí, es que nos vamos...—.
— ¿Se van?, la interrumpió—.
— ...a comprar un televisor en colores—.
— Ah, ya veo. Espero que lo disfruten—.
La sonrisa de Mabel se convirtió en una mueca, como esas sonrisas estereotipadas de las muchachas que concursan en torneos de belleza y que las dejan más de lo debido en cámaras.
La anciana se metió en su madriguera y, antes de cerrar, le dirigió una sonrisa a la muchacha que sudaba frío, y la clavó con una penetrante mirada de sucia rata.
Luego cerró. Mabel se acercó a la puerta de su vecina, y al cabo de unos minutos percibió el olorcillo a incienso y escuchó la diabólica salmodia que brotaba del sucio corazón de aquella malvada que, de manera tan indirecta, le hacía daño.
Pero la tan ansiada mudanza nunca llegó. Primero, todas las negociaciones se le cerraron a Bernardo. Después perdió su empleo y finalmente Mabel enfermó y se fue agravando hasta que todo esfuerzo fue inútil.
El día del entierro, Bernardo juró vengarse de las que ahora sí consideraba brujas.
Cada día le agarró un odio intenso por doña Delfina que, no obstante, se afanaba en ser amable con él y en recetarle, junto con la comida, sus tacitas de té.
Durante un tiempo, la depresión en que se había sumido Bernardo no le permitió defensa alguna contra el té. El mismo doctor que lo atendía - pagado por no se sabe quién-, se lo daba casi que a rajatabla. Y el sabor a hongo, hijo de la podredumbre, se le aferraba en las entrañas como si fuera un vómito vivo que se negaba a ceder a los espasmos del diafragma.
Luego dormía y sentía una fuerza que le decía que tenía que vivir. No en vano había nacido bajo un signo.
Así que, al cabo de unos meses, se restableció y hasta le vino un empleo casi que de manera milagrosa. Ahora, aunque ganaba muy poco, podía empezar a rehacer su maltratada vida.
El Dr. Pereira, su nuevo patrón, era el hombre más sabio que Bernardo había conocido. Pero decían las malas lenguas que era un practicante de abortos y, además, ateo.
A Bernardo no le entraba en la cabeza semejante mentira. Aquél era un hombre amable y, aunque un tanto excéntrico, era locuaz y generoso.
Una mañana, Bernardo recibió un encargo. Debía llevar de emergencia un paquete de medicinas a una dirección específica cerca del zoológico.
Antes de salir de la farmacia, vio un periódico que estaba sobre el mostrador. Lo tomó y vio el horrible titular de primera plana:
Horroroso asesinato de un sacerdote católico.
Luego leyó la noticia, tal vez motivado por un impulso morboso
El cuerpo del sacerdote católico de la orden de los jesuitas. Rvdo. Padre José Ortiz, apareció en las inmediaciones del zoológico de la ciudad capital, completamente mutilado. Al parecer fue atacado por alguna o algunas fieras, y fue identificado por los documentos que portaba. Los superiores eclesiásticos, por ahora, han decidido no dar detalles a la prensa hasta esperar los resultados de las investigaciones policiales.
El Padre Ortiz, al parecer, realizaba investigaciones respecto de un posible caso de brujería y satanismo que se está dando en esta ciudad, según datos que salieron de una fuente que pidió no ser identificada. Se supo, por otra parte, que en una parroquia han sucedido tres casos de profanación con claros indicios de que se han celebrado ritos satánicos en la iglesia.
Por otra parte, no se descarta la posibilidad de un asesinato, aunque, al parecer, serían algunas fieras que rondan en las inmediaciones del zoológico, presumiblemente un animal o animales de la familia de los tejones o de los felinos.
Bernardo no quiso leer más. Tomó el paquete de medicinas y se dirigió a la dirección indicada en un papelillo adherido a la factura. Sintió un ligero escalofrío cuando vio que la dirección apuntaba a las cercanías del zoológico.
Pronto llegó a una calle residencial y solitaria que tenía, a la izquierda, la vegetación y la cerca del zoológico y, a la derecha, vetustas casonas de gente acaudalada y en las que no se veía un alma.
El sol, detrás de él, declinaba poco a poco en un ocaso que pintaba de dorado aquel frío paisaje de fin de año.
El pavimento estaba tapizado de flores violeta, naranja y rojo, de los árboles que las dejaban caer como siniestra alfombra dedicada a una víctima que va hacia el holocausto.
Con la mano derecha dentro del bolsillo de su chaqueta, Bernardo reparó en la fecha. Era el veintidós de diciembre. Pronto sería Navidad, y se dio cuenta de que hacía tiempo que esa fecha no significaba nada para él.
Encendió un cigarrillo, y a la vuelta siguiente, llegó a una casa grande y a todas luces abandonada.
Las paredes tenían siglos sin pintura, las puertas de un abandonado garaje se sostenían gracias a una cadena herrumbrada que fue puesta Dios sabe cuándo, y, lo que más le llamó la atención, fue la cantidad de gatos que había en el lugar.
Eran gatos de todos tamaños y colores. Algunos desafiantes, otros huidizos. Regordetes los unos, flacos los demás.
Bernardo dudó de si era aquella la casa a la que debía haber llegado, pero como coincidía con la dirección, optó por penetrar y tuvo que espantar a un gato atigrado y atrevido.
Se asomó al garage y, dentro, en la penumbra, divisó una cantidad inmensa de sombras felinas que corrían de un lado a otro.
Los aullidos iban en aumento.
Tocó la puerta de la casa y esperó.
Hubo de esperar antes de que tocara por segunda vez.
Entonces fue cuando su corazón dio un vuelco.
La puerta se abrió con un larguísimo chirrido y apareció ante sus ojos una mujer vieja y arrugadísima, con sus cabellos blanco amarillentos completamente desordenados, vestida con una bata sucia y manchada de sangre fresca. Sus brazos, flacos y ensangrentados, estaban a media altura, pues una mano sostenía la puerta y la otra un cuchillo grande y lleno de sangre.
— Ah... ya llegó la medicina..., dijo la vieja—.
Bernardo, al escuchar la voz de doña Delfina y verse traspasado por aquellos ojillos de rata inmunda, y más aún, cuando oyó desde adentro la voz de doña Marielos, soltó un leve gemido y de repente se le nubló el cerebro.
Se sintió poseído por una extraña voluntad y no recobró su conciencia hasta que se vio en una cama extraña que no era la suya.
El Dr. Pereira le atendía.
— Hola Bernardo. Al fin despiertas. Has dormido tres días desde que entregaste las medicinas.
Ahora estás en mi casa, pues debo cuidarte hasta que te restablezcas. Sufriste un desvanecimiento y sólo has hablado de brujas. A propósito, ¿supiste que las señoras a las que llevaste las medicinas fueron muertas por su colección de gatos? Al parecer, son los que asesinaron a un sacerdote la semana pasada.
Bernardo, tengo un amigo que podría ayudarte. Se llama Simone Alberti. Es un sacerdote. Si quieres te busco cita con él.
— Gracias, doctor. Sí, por favor, dijo Bernardo y luego se durmió profundamente.
La iglesia estaba vacía cuando llegó Bernardo para encontrarse con el padre Alberti. Éste lo recibió y lo confesó.
— Hijo mío: lo que me cuentas parece ser más bien una obra de tu mente entristecida por la muerte de tu esposa, más que obra de posibles hechiceras. Mira, siéntate adelante, allá, y reza este librito mientras me preparo. Bernardo leyó parte del libro, y, cuando se dio cuenta, la iglesia estaba llena de gente.
Oyó misa y, a la hora de comulgar, las hostias se terminaron justo cuando le tocaba a él recibir el Sacramento.
Debido a esto, el sacerdote optó por darle vino.
Bernardo tomó el traguito, y el sabor le recordó el odioso té que parecía lo iba a acompañar por siempre.
De pronto, el humo del incienso se hizo más denso y empezó a sentir que se le nublaba el cerebro.
La gente se había marchado.
Entre la niebla que lo envolvía, había momentos de lucidez en que ésta se disipaba. Así, vio con horror que el reloj marcaba las 11:45 de la noche.
Recordó que era 24 de diciembre y le extrañó que estuviera la iglesia cerrada. No obstante, vio que de nuevo estaba el templo lleno de gente.
Cuando quiso observar bien todo aquello, vio una mujer joven y tremendamente hermosa que estaba sentada mirándolo con ojos sádicos y sonrisa lasciva.
Debajo de su negro vestido, Bernardo distinguió claramente un rabo atigrado que se movía en forma cadenciosa, aunque no distinguió felino alguno que estuviera escondido.
Súbitamente, dejó escapar un ahogado aullido de lo más profundo de su alma, cuando vio que las velas de la iglesia eran negras, que el padre Alberti le sonreía mientras el sacristán Dr. Pereira volvía el crucifijo de detrás del altar y lo dejaba cabeza abajo.
El altar estaba preparado para recibir a las víctimas.
El sacrificio iba a empezar.
— El té está servido, hermano.
EFRÉN AGUILAR MÉNDEZ
(Sección de Cuenta Individual. Oficinas Centrales)
Fuente: Caja Costarricense del Seguro Social. (1993). El cuento y la poesía en la Caja (1991-1992), pp. 23-32. San José, Costa Rica: EDNASSS-CCSS.
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