El Cinturón de Perlas o la Leyenda de la Isla del Caño
LENGUA CHURRA. (2012, 2 de febrero). RESERVA BIOLÓGICA ISLA DEL CAÑO. [Entrada de blog]. En Ecosistemas de Costa Rica. Recuperado de
El episodio de los últimos días del período colonial, cuando el terrateniente don Manuel de Aguilar, atraído por las grandes riquezas del Golfo de Nicoya y de nuestras costas del sur, hizo del comercio de carey, de múrice y de perlas el eje de su existencia.
Mondragón, el buzo temerario y audaz, junto con el "Chata" Cajina y sus marineros, condujeron a don Manuel a la Isla del Caño a buscar los tesoros que se decía, guardaban los cementerios indígenas que allí existieron. Don Manuel, tras dura pelea, obtuvo las perlas que guardaba el buzo en su cinturón. — El proceso de las Perlas, un capítulo olvidado entre el polvo de los archivos judiciales del siglo XIX
Nuestros archivos están llenos de cronicones y legajos sobre la mar de hechos sugestivos; pero voy a recoger sólo uno de tantos, ocurrido en enero de 1821, en el mismo año en que nuestro país, con el resto de Centroamérica, se independizó de España.
Las costas verdeantes del Golfo de Nicoya, habitadas por curtidos marinos, se vieron visitadas, un buen día del año 1820 por una pequeña canoa en la que viajaba don Manuel de Aguilar, afincado en Cartago, aún cuando interesado en el comercio del carey y de otras riquezas, que, como el múrice, abundan en las costas de la mar del Sur. De las chozas semiescondidas entre la fronda rumorosa de las palmeras iban saliendo los marinos nicoyanos. Sus espaldas brillaban con el sol de la mañana, mientras que de las fajas, con que sostenían sus raídos trajes, pendían los curvos puñales toledanos. Don Manuel avanzó hacia los lobos del mar, acompañado de los remeros que condujeron la canoa, entablando un diálogo interesante con el "Chato" Cajina y con un buzo de apellido Mondragón, no bien se saludaron.
— Tengo interés en contratar tus hombres para un viaje por aguas de la bahía Coronada, Quepos y Golfo de Osa, dijo don Manuel, a lo que el "Chato" Cajina repuso secamente: — Está bien! y el recién llegado, oído el asentimiento del marino preguntó: ¿cuánto pides por tres semanas de trabajo tuyo y de seis hombres?
— Un real al día por mis hombres y dos reales por mi trabajo.
— Es demasiado; cobras una fortuna…! argumentó Aguilar.
— Yo no repito los términos en q' hablo, ni modifico lo que digo, expresó enojado el Chato, al tiempo que escupía el resto del tabaco que mantenía preso entre sus molares. Don Manuel ante tal situación sólo atinó a decir: — Pero si es que necesito tus servicios y no puedo pagar tanto!
— Pues no hay trato, concluyó Cajina y Mondragón que oía en silencio volviéndose hacia su jefe lo respaldó al decirle: Así se habla, patroncito. Traiga esa mano!
Mondragón y Cajina se abrazaron, mientras que el grupo de marinos coreábalos con una frase reveladora de la satisfacción que experimentaban al ver a su patrón inconmovible. Don Manuel haciendo mentalmente sus cálculos, parecía distraído en la contemplación de las chozas, a la puerta de las cuales aparecía una hermosa india en la flor de la edad. Apenas remontaría los quince mayos esa diosa de cabellos de azabache y piel mojada en espumas de canela…
Cajina vino a sacar de sus cavilaciones a don Manuel, cuando con voz estentórea le dijo: Decídase, amigo cartago!
— Tres onzas te doy. Es mucho dar. Pero te necesito!
— Convenido!
— Te doy una onza al iniciar el viaje. Las restantes al terminar.
— Y con qué garantías?
— Toma!
Y arrancándose don Manuel de Aguilar un pelo de su poblada barba, dióla en prenda de garantía. El trato quedó cerrado y un día más tarde, con la pleamar, don Manuel, en una larga piragua atendida por seis remeros y un par de anchurosas velas, se hizo a la mar en compañía del Chato Cajina. Por las aguas brillosas de los calmos esteros, por el ondulante plumón verdadero de las aguas golfeñas, la piragua fué avanzando, rutas a las costas sureñas, donde las tortugas de carey se contaban por millares en aquel entonces. Mondragón remero y buzo a vez, cuando la piragua arribó a una ensenada pequeñita como un ensueño, creyó oportuno probar fortuna en la extracción de concha-perla, Fructífera fué la labor y cuando al amanecer mientras todos dormían„ él regresaba de la faena, poniéndose a abrir las valvas de los- centenares de mariscos, que aún estaban con vida en el fondo de los cestos, encontró más de quince primorosas perlas que guardó, codicioso ,en los pliegues de su cinturón. Así lo vieron sus compañeros, la mirada fiera. ojo avisor, ojo avisor al menor movimiento de sus camaradas para cruzarlo de parte a parte con su curvo yatagán.
Volvió a alzar anclas la pequeña navecilla. Ahora avanzaba rumbo a la isla del Caño, donde era fama, existían, en los grandes cementerios que antes del descubrimiento tuvieran en esa isla los aborígenes, multitud de "molenques", o figuras de oro, ídolos y primorosos vasos de terracota.
El grupo llegó a la Isla, calmando su sed en el chorro de límpidas aguas que como en la leyenda bíblica, brota espontanea de la roca imponente. Más tarde se inició la fatigante labor, removiendo, practicando excavaciones y encontrando los viejos sepulcros indígenas, ausentes de las riquezas codiciadas.
La leyenda cuenta que el Genio que preside los destinos de la Isla, montando en cólera ante la codicia de los marinos y de su jefe, dispuso perderlos en la maraña que puebla la Isla. Y allí estuvieron durante varias semanas abandonados a su propia suerte, carentes de alimentos y de abrigo. El hambre, mala consejera, los hizo reñir quedando como saldo trágico de la reyerta cuatro hombres muertos por el puñal homicida, uno de ellos, el buzo Mondragón, que llevaba en su cinturón las quince perlas del relato.
Con mil dificultades el resto de los expedicionarios de Aguilar y de Cajina lograron regresar al Golfo, a la bahía de Caldera. Don Manuel regresaba rico, aunque con el juicio perdido. Cajina Y sus marinos denunciaron ante las autoridades de Nicoya lo ocurrido. La lenidad del subdelegado del Jefe Político de León de Nicaragua, que ejercía jurisdicción por aquel entonces en los pueblos de Nicoya, motivó la queja de Cajina y de los suyos directamente a esa Autoridad, la cual dictó embargo de bienes de aquel lar, dando origen a una enojosa cuestión judicial que se prolongó a los primeros años de la República ya que, habiéndose planteado en enero de 182, pasaron muchos meses y años antes de que se arreglara este ruidoso asunto que entonces se conoció como el de las perlas de Aguilar.
José Antonio Zavaleta
Fuente: Zavaleta, J. A. (1953, 4 de mayo). El Cinturón de Perlas o la Leyenda de la Isla del Caño. La Prensa Libre, p. 5. Recuperado de https://www.sinabi.go.cr/ver//biblioteca%20digital/periodicos/la%20prensa%20libre/la%20prensa%20libre%201953/La%20Prensa%20Libre_4%20may%201953_Parte1.pdf
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